Madrid on Screen #02: 'Historias de Madrid', romántica y coral, con grandes dosis de esperanza, sarcasmo, y Madrid como escenario ineludible.
Cuando se está sumido en una crisis, las preocupaciones más inmediatas adquieren todo el protagonismo y se transita un estado extraño durante el que parece que más allá de cada día sólo queda sobrevivir al mismo. Se pierde cierta perspectiva de los hechos tal y como están sucediendo, y especialmente, te cuesta imaginar que nadie más pueda estar pasando por algo siquiera cercano a tus padecimientos. La actual crisis social y económica que ha provocado la pandemia por covid-19 se está llevando por delante muchas ilusiones y, como no, de forma desigual. Entonces, te asomas a una pequeña ventana y ves algo que te resulta familiar; miras a través de un ventanuco de uno de los bloques de vecindad del Madrid de finales de los años 50, y te das cuenta de que se parece mucho a un entorno que ya conoces, confinado entre paredes de ladrillo barato (secretamente, esto te produce cierto alivio). A continuación, comienzas a distinguir algunos de los rasgos de los personajes, sus sueños, sus miedos, y descubres que se asemejan bastante a los de otras personas que conoces, incluso a... ¡¿los tuyos?! En el fondo sabes que esta es la magia del cine, escasos noventa minutos y dejas que la tragicomedia de la vida te abrace, ya que esta historia es así...
Hoy en el
Madrid on Screen #02,
unas Historias de Madrid. Llana pero no superflua, fue la primera película de Ramón Comas, estrenada en 1958 tras muchos meses de espera (¿o censura?) quizá provocada por la temática del filme: un fidedigno retrato, ni del todo inocente ni inocuo, de la realidad social de Madrid de finales de los cincuenta.
Comienza en un Madrid aparentemente tranquilo, aunque el espectador pronto comienza a percibir el típico ajetreo diario del centro de la ciudad. La diosa Cibeles, símbolo del ilustrado y neoclásico Madrid, desde su carroza, nos presenta a un señor bajito, enojado y preocupado (Mariano Azaña), con un traje anacrónico y zapatillas Victoria blancas, que pasa por delante del Banco de España, junto a la Fuente de Apolo bajando el Paseo del Prado, y se dirige a la Iglesia de San Salvador y San Nicolás en la calle Atocha. Allí, invoca a San Nicolás de Bari (el dadivoso Santa Claus) para que le ayude con sus peticiones: es el dueño de un viejo edificio ubicado en el barrio epítome del casticismo, Chamberí, donde viven un buen número de familias cada una con su circunstancia (que diría el filósofo madrileño). El edificio amenaza ruina, y el dueño pide a San Nicolás que finalmente caiga, ya que así tendrá vía libre para construir un moderno bloque "de doce pisos" que, como él mismo asegura, es para contribuir a un Madrid más cívico.
Seguidamente, amanecen los vecinos en un caluroso 12 de julio (la atención al detalle es siempre digna de mención), y se presenta la figura de San Nicolás en una pequeña estampa de la misma iglesia, que la señora Engracia (Josefina Serratosa) tiene en un altar improvisado con dos velas y unas flores de tela, en su casa del mismo edificio donde vive con su familia numerosa, y a quien le está pidiendo que por favor no se caiga la casa, que "¿dónde nos vamos a meter?", y que las viviendas que solicitaron del Ayuntamiento, "van para rato". El conflicto está servido.
El desarrollo de la película discurre mostrándonos las variopintas realidades de los inquilinos del edificio, junto con las de los muchos otros personajes con los que comparten la acción, tirando de costumbrismo asequible, pero que entra fresco y dulce como la horchata en verano: Rosa (María José Gil), la joven modistilla que sueña con triunfar en un concurso de jóvenes talentos (en la radio, por supuesto) cantando 'Bajo el cielo de Madrid', con cierto complejo de 'chica de al lado' y que está infravalorada por su novio Felipe (Mario Morales), un chico algo desencantado y rudo pero trabajador, que se dedica a los arreglos aquí y allá, hijo de la señá
Engracia y hermano de Mari Pepa (Licia Calderón), bellezón local con garbo y desparpajo que trabaja de camarera en el Daiquiri, y que colándose en el 3 (que iba de General Sanjurjo a San Francisco pasando por Quevedo) conoce a Pablo (Tony Leblanc), el cobrador del autobús que se queda prendado de ella, pierde su trabajo por indulgente y se dedica a perseguirla para ajustarle las cuentas.
Entre medias se cuelan otros tantos personajes como un veterano de la Guerra del Rif, los ancianos sordos y de vuelta de todo que viven en los áticos del edificio, y también los arquitectos, los policías, el comisario, los bomberos, las compañeras modistillas, las señoras vestidas de negro, pimpollos jóvenes y viejos hilariones
con dinero, la tuna cantando la Estudiantina madrileña
y otros escenarios ineludibles: las barcas del Retiro, la sala Casablanca, los recreativos de barrio de entonces, los vecinos sentados al fresco en el patio, el baile en la verbena al lado del Manzanares; también el río aguas arriba donde se iba a pescar y a bañarse, y aguas abajo hasta el cementerio de San Isidro; en fin una retahíla de lugares comunes madrileños que se convierten en personajes al hilo de la trama.
La película no duda en mostrar un Madrid de contrastes en sus lugares y sus gentes: junto a la comodidad y cercanía de la sencillez de los barrios, también crecen aspiraciones mal asimiladas y desprecio por lo mundano; junto a la superficialidad que parecen conllevar la superioridad social y económica, se hallan también la generosidad y el arrepentimiento. Madrid, que es en sí misma causa y consecuencia de esta mezcolanza, se mantiene fiel a su esencia y el filme la respeta.
En Historias de Madrid, subyace y se mantiene un espíritu crítico sobre el problema esencial de la vivienda y las diferentes realidades sociales del Madrid de finales de los 50, donde todavía se estaban ajustando los engranajes del 'desarrollismo'; en este sentido, es quizá una película poco reconocida y valorada por el público patrio; sin embargo, incorpora estocadas propias del neorrealismo italiano, deliciosas pinceladas absurdas a lo Berlanga, e incluso un idealismo inocentón al estilo Capra. No en vano fue seleccionada para competir en el Festival de Cine de Edimburgo y galardonada con el Olivo de Oro de la IV Reseña Internacional del Film Humorístico de Bordighera.
Por supuesto que no voy a desvelar qué ocurrió con el susodicho edificio, sus inquilinos, su dueño, y el resto de personajes implicados en la trama, ya que la tensión narrativa y el conflicto se mantienen hasta el final, con bélica resistencia vecinal incluida. Sí recomiendo verla al neófito, y volver a verla al que la olvidó, ya que evoca un tiempo y lugar que van a reconocer más de lo que cabría esperar, y deja un regusto de nostalgia y ternura que no viene nada mal para sobrellevar otras crisis como la actual (por cierto, que ya no la recordaba).
Puedes ver un corte para abrir boca aquí; un buen análisis cinematográfico por Carlos F. Heredero aquí; o la película completa en algunas plataformas de pago, por ejemplo aquí.