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Gatas singulares #02: María Fernanda Ladrón de Guevara

Áurea Izza • 30 May 2020
Gatas singulares #02: María Fernanda Ladrón de Guevara, talentosa, misteriosa, leyenda e iniciadora de una saga dramática que llega hasta nuestros días.
Quizá en las últimas décadas se haya ido perdiendo el uso de elegir la onomástica marcada en el día del calendario para nombrar a los recién nacidos, resultando en la mayor variedad y exotismo de nombres que pueblan en la actualidad el solar patrio. Sin embargo, durante siglos fue una arraigada costumbre sustentada en la idea de que el nombre que ostentabas te otorgaba un determinado carácter, para bien o para mal, por lo que debía ser meditado y acarreado con orgullo en tu trayectoria vital.

Nuestra gata singular #02, María Fernanda Ladrón de Guevara, nació en Madrid un 30 de mayo de 1897, día dedicado en el santoral al rey castellano Fernando III, conquistador de tierras andalusíes, unificador de la administración castellano-leonesa y promotor del uso del idioma castellano. En el caso de María Fernanda, inspiradora, bella, misteriosa, diva y talentosa, comparte con su patrón onomástico la fortaleza de espíritu, capaz de engendrar una auténtica saga de artistas que tras generaciones ha llegado hasta nuestros días.

Portada del número 130 de 22 de abril de 1914 de Mundo Gráfico, dedicada a la lozana actriz poco después de su debut.

Gracias a la hemeroteca, sabemos que nació en el seno de una familia con apellido de raigambre y distinguido, pero con pocos medios económicos. Pudo ser ésta la razón por la que, desde muy jovencita, ayudada por sus inconfundibles rasgos dramáticos, no pudo pasar desapercibida para la todopoderosa productora teatral de María Guerrero (otra gata singular) y Fernando Díaz de Mendoza, que fue su padrino. Debutó con dieciséis años en La Malquerida (1913) de Jacinto Benavente, elegida directamente por el dramaturgo, y hasta el final de la década sólo enlazó éxitos de la mano de los grandes: El retablo de Agrellano, de Eduardo Marquina (1913); La fuerza del mal, de Linares Rivas (1914); Campo de Armiño, de Benavente (1916); o El último pecado, de Pedro Muñoz Seca (1918). Su talento sobre los escenarios iba alimentando su leyenda mientras ella se seguía formando en el Real Conservatorio de Música y Declamación (luego Escuela Superior de Arte Dramático) junto a otra de las grandes, María Tubau.

En los años 20 llegó el primer amor, el actor valenciano Rafael Rivelles, con quien fundaría su propia compañía teatral, y ponen en escena grandes éxitos de la década como Cancela y El bandido de la sierra (1923). Con Rafael tuvo a su primera hija: Amparo Rivelles (1925), quien debutó con catorce años en la compañía familiar con La madre guapa (1939), precisamente. Poco después Amparo se convertiría también en una de las principales figuras del teatro y cine de la posguerra española, reina de las telenovelas mexicanas, y leyenda en sí misma.

María Fernanda con el actor Rafael Rivelles (foto: imbd.com)

En los años 30 comienza una andadura en el cine con El embrujo de Sevilla (1930) de Benito Perojo, filmada en Alemania y atestada de folclorismo hispánico tal como se estilaba entonces (ese ‘Perojismo’ que desazonaba a Buñuel). Y también como muchas otras actrices, viajó a América y consiguió algunos papeles en Hollywood para las versiones en español que hacía la Metro Goldwyn Mayer de películas norteamericanas, con mucho tirón en el mercado hispanoparlante. Entre estas destaca El proceso de Mary Dugan (1931). Sin embargo, Fernanda no era una actriz de cine en ciernes sino una gran dama del teatro con dos décadas de tablas y muchas producciones que sacar adelante, por lo que mantuvo su carrera cinematográfica en un discreto segundo plano.

Cartel anunciando El proceso de Mary Dugan de 1931 (foto: filmaffinity.com)

Para mediados de los años 30, el verse reducida a tópicos, junto con la frivolidad de Hollywood, el divorcio de Rivelles y el estallido de la Guerra Civil, habían hecho mella en la madrileña. Entonces encuentra de nuevo el amor: María Fernanda del señorial apellido compuesto alavés (Ladrón de Guevara se remonta al siglo XII según las fuentes) se enamora de un actor nacido en Avilés, de rotunda ascendencia industrial y guipuchi: Pedro Larrañaga, alto, guapo, seductor y con cierto tirón en el cine mudo de los años 20. De esta unión, nace en 1937 en Barcelona Carlos Larrañaga, alto, guapo, muy seductor y con mucho tirón en la escena española de los años 50 y 60, incluyendo el protagónico de los desvelos de la hollywoodiense Ava Gardner en sus divertidos paseos por Madrid. Luego entroncó con la saga de los Merlo, y en sus hijos se ha perpetuado el asunto dramático. 


Los actores Amparo Rivelles y Carlos Larrañaga, hijos de María Fernanda (foto: Vanitatis - El Confidencial)

Para entonces, María Fernanda ya se había consolidado como una inmensa y polifacética actriz con un especial tono interpretativo para las obras de Jacinto Benavente. A partir de 1957, una vez disuelta su compañía teatral, poco a poco emprende la retirada de la escena pública. Ya desde hacía tiempo seleccionaba sus apariciones dramáticas para colaboraciones especiales, como en Rosas de otoño (1943), de Juan de Orduña; Canción de arrabal (1961), de Enrique Carreras; o El bosque del lobo (1970), de Pedro Olea.

Cartel de la película Rosas de Otoño, de 1947 (foto: filmaffinity.com)

Falleció de neumonía en su casa del número 7 de la céntrica calle madrileña de la Flor Baja, en abril de 1974. Dejó una estela difícil de alcanzar, pese a la continuación en el mundo artístico de sus dos hijos y sus cuatro nietos: Amparo, Pedro y Kako Larrañaga, y Luis Merlo. No por la falta de talento de éstos, sino porque María Fernanda Ladrón de Guevara (que hoy habría cumplido 123 años) pertenece a una época en la que la construcción del mito se nutría de un halo de excelencia, misterio y fatalidad que hoy ha caído en desuso, como la costumbre de nombrar a los recién nacidos con su onomástico.

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